El monje budista más feliz del mundo no movió un solo dedo por los demás, aquí la paradoja de una vida útil

El monje que alcanzó la dicha absoluta sin mover un dedo por los demás inspira una reflexión incómoda: ¿de qué sirve ser feliz si el mundo sigue ardiendo?

Matthieu Ricard, el hombre más feliz del mundo / Eric Fougere - Corbis

El monje budista Matthieu Ricard fue declarado el hombre más feliz del mundo tras registrar niveles inéditos de actividad cerebral. Pero su historia plantea un dilema contemporáneo: ¿vale más la felicidad personal o la ambición moral de transformar el entorno?

Matthieu Ricard / Dave Kotinsky

El cerebro más luminoso del planeta

Una mañana de 2001, en un laboratorio de la Universidad de Wisconsin, un grupo de neurólogos observó algo que jamás habían visto: un cerebro en ebullición de ondas gamma, irradiando actividad en la zona que los científicos asocian con la felicidad. El sujeto, un monje francés de voz pausada y mirada serena, parecía haber domesticado su mente hasta rozar la perfección.

Su nombre era Matthieu Ricard, un exgenetista del Instituto Pasteur que, en lugar de seguir la ruta académica que le prometía prestigio y reconocimiento, eligió perderse en las montañas del Tibet. Allí, entre plegarias, silencio y respiraciones infinitas, dedicó más de 60.000 horas de meditación a cultivar pensamientos de compasión y amor. El resultado fue tan radical que lo bautizaron como el hombre más feliz del mundo.

Treinta años mirando hacia adentro

Lo que Ricard consiguió es, en apariencia, lo que millones de personas buscan: paz mental, bienestar emocional, la ansiada plenitud interior. Pero detrás de ese ideal resuena una pregunta que incomoda: ¿qué pasa cuando la felicidad se vuelve un proyecto exclusivamente personal?

Treinta años en soledad, absorto en la propia mente, pueden sonar a iluminación… o a fuga. Mientras el mundo se desmoronaba entre guerras, desigualdad y crisis climática, aquel cerebro perfecto permanecía inmóvil, ajeno al ruido exterior. ¿Puede llamarse felicidad a una vida que ignora el sufrimiento ajeno?

Vivimos en la era del “yo”: aplicaciones que prometen calma, libros que enseñan a respirar, cursos para manifestar la abundancia. La industria del bienestar se alimenta del mismo impulso que guió al monje francés: el deseo de alcanzar una vida plena. Pero en el camino, el otro, el mundo, el prójimo, lo común, se disuelve.

El escritor y pensador Rutger Bregman propone una respuesta a esa crisis del propósito. Su concepto de ambición moral invita a mirar más allá del desarrollo personal y pensar en el impacto colectivo. No se trata de renunciar a la felicidad, sino de convertirla en un punto de partida para algo más grande: una existencia que deje huella.

Ambición moral: el antídoto a la indiferencia

Según Bregman, el tiempo es el recurso más valioso que tenemos. Si una vida laboral equivale a unas 80.000 horas, cada decisión profesional se convierte en un acto moral. La pregunta no es solo cómo ganamos dinero, sino para qué usamos esas horas irrepetibles.

Mientras algunos optan por el confort y el éxito individual, otros eligen invertir su talento en causas que importan: combatir el cambio climático, reducir la desigualdad, proteger la libertad o defender la justicia social. Esa es la esencia de la ambición moral: vivir no solo para estar bien, sino para hacer el bien.

La figura de Ricard, con su mente luminosa y su serenidad imperturbable, sirve como metáfora del dilema contemporáneo: el equilibrio entre la introspección y la acción. Su historia no descalifica la búsqueda interior, pero sí invita a preguntarse si la felicidad puede ser completa cuando el mundo arde al otro lado de la montaña.

¿La felicidad interior sin compromiso exterior podría ser una forma elegante de indiferencia?, y ¿la ambición moral, esa idea de vivir con propósito, podría ser el nuevo lujo espiritual, no el de quien alcanza la calma, sino el de quien la convierte en motor de cambio?

El tiempo, recordaba Bregman, no se renueva. Cada minuto que pasa se esfuma para siempre. Tal vez la pregunta esencial no sea cómo ser felices, sino cómo usar nuestra felicidad para mejorar el mundo. Porque, al final, la alegría más duradera no proviene de escapar de la realidad, sino de atreverse a transformarla.

Con información de el diario El País

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Viviana Hernández Bran

Licenciada en Comunicación y Periodismo por la...